Visitación (Lc 1,39)


En nuestros días, visitar a alguien tiene su liturgia particular, todo dispuesto entre nuestro tiempo y las ocupaciones de los demás. Visitamos cuando no molestamos a nadie, cuando hay tiempo para acoger, para sentarse y poder disfrutar juntos de un café, un paseo y una conversación. Hemos hecho un par de llamadas, ajustado agendas, todo parece cuadrar. Más que visitar, hacemos pactos de mutuo acuerdo, de premeditada no ofensa. Hablamos de nuestra capacidad para atender a quien llega, cuando deberíamos decir que nuestro amor se va haciendo paulatinamente más frágil en la medida en que las locuras y las sorpresas las alejamos del entorno, y convertimos en rey de nuestra vida a don seguridad, con sus ministros, don lotengotodobajocontrol y don ahoranomeinterrumpas. Tampoco podemos amar, según parece, sin disponer de un montón de cosas que lo faciliten, ni estamos en disposición de permitir que retrase nadie nuestra llegada al templo de Jerusalén. Creemos que así hay más rigor evangélico, y lo único que hacemos valer se diría que es el miedo a que Dios nos pueda cambiar la vida con sus signos de los tiempos.

Pero hubo un tiempo en que esto no era así. Que quien visitaba salía de casa dispuesto a llegar, como por sorpresa, rodeado de un halo angélico, y con ánimo de romper la rutina del otro, sacarle de sí mismo, obligarle a hacer hueco, poner sobre la mesa lo que hubiera, y compartirse a sí mismo. El único conocedor de la visita era quien se desplazaba. Y María también es así. De nuevo quiebra nuestro corazón, invierte el mundo, transforma la realidad con su venida. María, Madre mía, ¿quién soy yo para que me visites? No te esperaba, ni en mi dolor ni en mi alegría, ni en mi tarea ni en mi descanso. ¿Quién soy yo para que vengas a mí? ¿No tenía que haber sido yo quien fuera hacia ti? ¡Qué ocupado ando! Y tú siempre, como si para ti misma no existieses, buscas la manera de atender a todos tus hijos. ¡Entra en mi casa! ¡Quiero acogerte en el corazón!