9-oct. Y alababan a Dios por mi causa (Gal 1,13)


Hacen falta testigos de la fe. Muchos, y valiosos. Que den a conocer su historia, que cuenten su propia conversión. No sólo que hablen de la fe, sino de cómo han llegado a ella. De los lugares más diversos, y de las posiciones más distantes. Hacen falta testigos que confiesen la fe en su propia historia, que cuenten los milagros, y que se abran así a profundizar lo que les ocurrió. Debemos profundizar en nuestra propia vida.

Pablo lo sabe. Y lo cuenta. De perseguidor a defensor. ¿Qué ha pasado en medio? Que Dios se reveló, que trató con el Hijo, que se acercó a la Iglesia. Tres elementos: acoger una Palabra que viene de Dios, no de los hombres; el trato con el Hijo, con el Dios en su Encarnación, Pasión y Resurrección; y la proximidad a la Iglesia, a la comunidad, a la fe de los primeros cristianos, a los que pudieran acompañar su camino, a los que fueran capaces de enseñarle y educarle en la fe, a aquellos con quienes hablar de lo que le estaba pasando. Se le abrieron los ojos, nada más que eso; y quiso ver, y no cerró los ojos de nuevo. Se le abrió el corazón, y acogió el perdón; y quiso la misericordia que recibía, y no se sintió orgulloso ni se justificó a sí mismo. Que se dio cuenta de la verdad, de lo que había sucedido en él y en la Historia, en él y en otros. De perseguidor a persona con una vida encendida y apasionada, dispuesto a dejarlo todo, a hacer de su vida por entero un testimonio. Dios le pasó el testigo. Y los gentiles empezaban a conocer su historia, a escuchar hablar de él, y de lo que en su vida había ocurrido. Comenzaron las preguntas, creció su autoridad, no por sus palabras, sino por lo que Dios ha hecho en su vida.

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