17-oct. Marchemos tras el Espíritu (Gal 5,18)


Quien lea la lectura, de forma plana, lo que conseguirá simplemente es una lista de dos cosas: las obras de la carne y los frutos del Espíritu. Que se llamen así, de dos modos distintos, no sólo en relación a su origen sino a su realidad, ya es mucho. Pero algunos tampoco se detendrán en eso. Hay a quienes encontrar listas detalladas de actitudes y actos les resulta cómodo, muy cómodo. Y se abrazan a ellas del mejor modo posible. Pero claro, además corremos el peligro de decirnos a nosotros mismos que no somos nada, que quiénes somos para luchar contra la carne o para poner freno al Espíritu. Peor aún, quiénes somos para frenar la carne, porque límites al Espíritu sí que creemos que podemos ponerle, y muchos. Lo dicho, que la tentación es intentar «analizarse y encasillarse» en proporciones, en una u otra lista. Pues ahora soy un 50% de la carne, un 50% del Espíritu, es decir, estoy tibio. O un 80% de esto y un 20% de aquello. Hay lucha y conflicto, indiscutible. No hay una realidad absoluta que abracemos al 100%, indiscutible. Pero es que la lectura no va por ahí.

Lo que desea Pablo, y al final lo dice con toda su alma, y me lo imagino casi gritando, o hablando con tierna suavidad, según qué persona y qué momento, es que dejemos que el Espíritu viva en nosotros con poderío. La paz, la amabilidad y demás, no son la clave. La clave está en que hemos recibido el Espíritu, y el espíritu es vida, y vive, y actúa. Y no podemos darle la espalda, como si tal cosa fuera. Está y se hace patente, quiere lo mejor, desea lo mejor, nos libera para el amor. Y eso, esa vida nueva recibida, ese Espíritu que viene en ayuda de nuestra debilidad, y que ya tenemos, que no hace falta esperar para mañana, ese Espíritu mayúsculo es lo importante. No la carne, no sus obras, sino el Espíritu con su ímpetu. El Espíritu recibido en el bautismo, en la confirmación, en el orden sacerdotal, en el matrimonio, en el perdón. El Espíritu de la bendición. No varios, sino uno mismo, insuflado cada día con renovada pasión. ¡Vivamos en el Espíritu!

16-oct. Lo único que cuenta es una fe activa en el amor (Gal 5,1)


Disfruto amando, en cualquiera de sus formas, siempre y cuando sepa que estoy amando. Da igual dónde esté, con tal de que sea capaz de poner amor en mi vida, de querer lo que hago, de meter pasión en la realidad, de vivir con cierta radicalidad lo cotidiano, de buscar la verdad, de estudiar con ilusión, de salir de casa y encontrarme con el hermano, de vivir en comunidad acogiendo. Da igual la forma, da igual la persona, da igual todo con tal de que sea amor. Sea quien sea, saber que puedo poner en su vida aquello que nace de lo más profundo de mi corazón. Sea hablando, sea abrazando, sea trabajando juntos, sea mirándonos, sea sirviendo, sea haciendo lo que tenga que hacer, o aquello que se sale de lo normal. Insisto, porque es la pura verdad del hombre, de mí en cuanto hombre y de cualquier otro hombre que haya pisado, pise o vaya a pisar la faz de la tierra. Nada hay comparable al amor en cualquiera de sus formas. Y si viviera amando siempre, en todo y a todos habría alcanzado la cumbre de la felicidad, la perfección plena, lo más humano y lo más divino, lo sublime y lo eterno.

Y, sin embargo, cada día experimento por otro lado la falta de libertad y la limitación en aquello que más deseo. Puedo salir dispuesto a darlo todo, y volver a mi casa replegado sobre mí mismo. Puedo querer, sin hacer otra cosa que quererme a mí mismo. Puedo servir utilizando y valiéndome del otro. Y, ante esta terrible verdad y certeza, sólo me queda desear aún más la promesa de libertad y de liberación que Dios ha hecho valen en Cristo Jesús, que es la de llamarnos a la vida nueva, saliendo de las antiguas esclavitudes. Especial, muy especialmente, de aquellas que nos encierran en nosotros mismos, nos hacen retroceder, nos empujan a buscar la seguridad de la ley y de las formas que hemos conocido, aquellas que tranquilizan la conciencia en lugar de espolearla. No hay más Ley para el hombre, ni norma que se pueda ajustar más a lo que es, que aquella que proclama que debe amar, pase lo que pase y cueste lo que cueste, al modo como Cristo nos ha amado. ¡Esa es la libertad! Si pudiese, Señor, darte toda mi vida hoy lo haría; para que tú la hagas nueva, toda nueva a tu imagen. Pero pides paciencia, sin retorno, escalando poco a poco sin mirar atrás, confiando en que tú salvarás el amor que haya puesto en mi vida.

15-oct. Para la libertad hemos sido liberados (Gal 4,22)


Entiendo sinceramente que nos creamos más libres de lo que somos, y que nos cueste reconocer esclavitudes, heridas y pecados, decepciones y rémoras, limitaciones de todo tipo. Cuando se pone a hacer un posible elenco sincero, y se dispone a tachar de qué ataduras está libre, pues… se encuentra demasiadas verdades. Entiendo entonces el ansia por la libertad, las ganas incluso de correr y de atrapar lo que no se tiene. Pero por eso mismo es tan importante partir de lo que somos, vernos auténticamente y con mirada libre primero sobre nosotros mismos, y lanzarnos a pedir ayuda y auxilio. Sin libertad estamos a merced de os vientos, o viendo pasar la historia y el tiempo sin más. No resulta fácil.

La vida cristiana siempre se ha destacado, entre otras cosas, y ha llamado la atención, entre otras cosas, por la libertad que ha imprimido en las personas y el carácter renovador de su experiencia. Pablo mismo, en los orígenes, habla del hombre viejo en oposición al hombre nuevo, y hoy de la doble maternidad posible de cada hombre, nacido de la esclavitud y para la esclavitud, o de la libertad y para la libertad. ¿Dónde reconocemos nuestro origen, el origen de nuestra forma de vivir? ¿Está en Cristo, que a la libertad nos ha llamado? Personalmente, no puedo decir otra cosa, ni lo puedo decir mejor. Que Cristo Jesús me llama todos los días a la libertad, que me ha dado todo nuevo y todo lo ha hecho nuevo para mí. ¡Qué triste sería darse la vuelta, retornar a la esclavitud definitiva! ¡Qué alegría me da saber que el Espíritu está empeñado diariamente conmigo en este camino hacia la plena libertad, y me sustenta en este peregrinar!

11-oct. El cabreo y enfado de Pablo contra los Gálatas (Gal 3,1)


No tiene desperdicio este pequeño capítulo. Me imagino a Pablo casi fuera de sí mismo, con un inmenso enfado, con palabras dentro y fuera de tono. A un Pablo muy humano, lleno del Espíritu y del celo por el Evangelio. ¡Qué cabreo tiene Pablo! Como si le hubieran robado a él mismo, como si le hubieran quitado la vida, como si se hubieran quedado con su nombre. Pero bueno, algo similar ha pasado. Los gálatas están robando a Dios, considerando sus esfuerzos por encima de sus posibilidades, considerando su bondad por encima de sus posibilidades, y deshaciendo y desperdiciando todo lo sembrado en ellos. Han pasado de escuchar el Evangelio a mirar los prodigios, con fuerzas y vigor humanos, y creen que seguirá todo igual, como si nada pasase. No puede ser. Pablo se pone como pocas veces. Hombre de carácter, no se calla. Pasará lo que sea, pero robar a Dios no. Es algo más que pecado, es negarse a dar testimonio, es abandonar la confianza y la fe por el amor a uno mismo, es prestigiarse y alabarse y considerar el éxito por encima de la salvación.

El caso es que estos hombres de Galacia creen, tienen fe, dan respuesta desde la fe al Evangelio. Igual que Pablo manifiesta su incomprensión y rechazo, del mismo modo defiende y protege su fe. Ellos ya han probado qué es, cómo se vive en los brazos del Padre, han experimentado la salvación. ¡Y se lo recuerda! No tiene comparación, sabrán de qué les está hablando. Cree Pablo que de este modo distinguirán lo recto de lo torcido, y sabrán generosamente devolver a Dios aquello que hoy parece que quieren quedarse. Se trata de su gloria, de su prodigio, de aquello que es regalo de Dios para los hombres. No están tratando con objetos ni cosas sagradas, a las que veneran con culto, sino al mismo Espíritu en ellos, en su propio espíritu. Con eso, ¡no se juega!

10-oct. Pablo corrige a Pedro (Gal 2,1)


Uno y otro se estiman, pero se corrigen. Y así nos muestran que lo suyo no nace de lo humano, ni del respeto y aprecio que puedan tenerse, sino que su relación proviene de una fuerza mayor, que incluso les hace sentirse hermanos, vivirse como hermanos, o más aún, reconocer el uno en el otro la acción de Dios y el don de Dios. ¡Qué libertad y qué amor más grande!

Por eso creo que hay palabras dentro de la Iglesia, que dichas con mucho amor y mucha verdad, aunque causen una cierta herida y escándalo también son signo de Dios y de la libertad. Escucho mucho mejor, sinceramente, lo que se dice dentro de la Iglesia, desde la acción y desde el trabajo, desde la autoridad demostrada y desde el carisma reconocido que otras palabras que provienen de fuera con intenciones poco claras. Pero dentro reconozco mucho diálogo. Probablemente Pablo, también movido como Pedro por el Espíritu, se siente obligado a ayudar a su hermano en la debilidad y el miedo al qué dirán. Probablemente Pablo, que lo ha dado todo y ha dejado todo por Cristo, cuyo corazón se ha convertido desde la raíz y ha sido constituido apóstol, sabe mejor que nadie de qué está hablando, y qué puede estar sintiendo Pedro. Probablemente Pablo y Pedro, en estas palabras, hayan sellado sus vidas para siempre en favor de la novedad del Evangelio. Uno y otro se aman en Cristo y por Cristo, y prueba de ello es que la Verdad los ha unido, y no separado.

9-oct. Y alababan a Dios por mi causa (Gal 1,13)


Hacen falta testigos de la fe. Muchos, y valiosos. Que den a conocer su historia, que cuenten su propia conversión. No sólo que hablen de la fe, sino de cómo han llegado a ella. De los lugares más diversos, y de las posiciones más distantes. Hacen falta testigos que confiesen la fe en su propia historia, que cuenten los milagros, y que se abran así a profundizar lo que les ocurrió. Debemos profundizar en nuestra propia vida.

Pablo lo sabe. Y lo cuenta. De perseguidor a defensor. ¿Qué ha pasado en medio? Que Dios se reveló, que trató con el Hijo, que se acercó a la Iglesia. Tres elementos: acoger una Palabra que viene de Dios, no de los hombres; el trato con el Hijo, con el Dios en su Encarnación, Pasión y Resurrección; y la proximidad a la Iglesia, a la comunidad, a la fe de los primeros cristianos, a los que pudieran acompañar su camino, a los que fueran capaces de enseñarle y educarle en la fe, a aquellos con quienes hablar de lo que le estaba pasando. Se le abrieron los ojos, nada más que eso; y quiso ver, y no cerró los ojos de nuevo. Se le abrió el corazón, y acogió el perdón; y quiso la misericordia que recibía, y no se sintió orgulloso ni se justificó a sí mismo. Que se dio cuenta de la verdad, de lo que había sucedido en él y en la Historia, en él y en otros. De perseguidor a persona con una vida encendida y apasionada, dispuesto a dejarlo todo, a hacer de su vida por entero un testimonio. Dios le pasó el testigo. Y los gentiles empezaban a conocer su historia, a escuchar hablar de él, y de lo que en su vida había ocurrido. Comenzaron las preguntas, creció su autoridad, no por sus palabras, sino por lo que Dios ha hecho en su vida.