Quien lea la lectura, de forma plana, lo que conseguirá simplemente es una lista de dos cosas: las obras de la carne y los frutos del Espíritu. Que se llamen así, de dos modos distintos, no sólo en relación a su origen sino a su realidad, ya es mucho. Pero algunos tampoco se detendrán en eso. Hay a quienes encontrar listas detalladas de actitudes y actos les resulta cómodo, muy cómodo. Y se abrazan a ellas del mejor modo posible. Pero claro, además corremos el peligro de decirnos a nosotros mismos que no somos nada, que quiénes somos para luchar contra la carne o para poner freno al Espíritu. Peor aún, quiénes somos para frenar la carne, porque límites al Espíritu sí que creemos que podemos ponerle, y muchos. Lo dicho, que la tentación es intentar «analizarse y encasillarse» en proporciones, en una u otra lista. Pues ahora soy un 50% de la carne, un 50% del Espíritu, es decir, estoy tibio. O un 80% de esto y un 20% de aquello. Hay lucha y conflicto, indiscutible. No hay una realidad absoluta que abracemos al 100%, indiscutible. Pero es que la lectura no va por ahí.
Lo que desea Pablo, y al final lo dice con toda su alma, y me lo imagino casi gritando, o hablando con tierna suavidad, según qué persona y qué momento, es que dejemos que el Espíritu viva en nosotros con poderío. La paz, la amabilidad y demás, no son la clave. La clave está en que hemos recibido el Espíritu, y el espíritu es vida, y vive, y actúa. Y no podemos darle la espalda, como si tal cosa fuera. Está y se hace patente, quiere lo mejor, desea lo mejor, nos libera para el amor. Y eso, esa vida nueva recibida, ese Espíritu que viene en ayuda de nuestra debilidad, y que ya tenemos, que no hace falta esperar para mañana, ese Espíritu mayúsculo es lo importante. No la carne, no sus obras, sino el Espíritu con su ímpetu. El Espíritu recibido en el bautismo, en la confirmación, en el orden sacerdotal, en el matrimonio, en el perdón. El Espíritu de la bendición. No varios, sino uno mismo, insuflado cada día con renovada pasión. ¡Vivamos en el Espíritu!